A un extremo de la plancha me encontraba yo, y al otro, la
rabiosa tripulación del Isabela. Varios metros por debajo de mí, el mar del Caribe,
rebosante de tiburones. Hambrientos, deseosos de hincarme el diente, nadaban en
terribles círculos, esperando mi caída final y mi adiós a este mundo. Sólo
mi sable, amenazante al final de mi brazo extendido, evitaba que aquellos
malditos rufianes del Isabela me arrojaran a las aguas sin mayor contemplación.
- ¡Quietos todos! – gritó de pronto una voz, seguida de
un cuerpo que en un alarde de equilibrio, se interpuso entre la furiosa turba
de marineros y yo.
- Que nadie se atreva a dar un paso, o se las verá con mi
acero – continuó aquella súbita aparición, una mano sujetando un alfanje, y la
otra asiendo aun el cabo del que se había valido para,
balanceándose desde el palo de mesana, llegar hasta aquella plancha vacilante
en la que nos encontrábamos.
- Pero vamos a ver, si tú eras la princesa, cómo vas a
ser ahora un pirata – dijo Miguelito.
- Porque me da la gana, si quieres ser tú la princesa,
por mi encantada – dijo Alicia.
- ¡Yo como voy a ser una princesa, si no soy una chica! –
se quejó el aludido, buscando el apoyo del resto del grupo. Manuel y Diego le
daban la razón, pero claro, ellos formaban parte de la tripulación del Isabela,
cómo no iban a seguirle la corriente a su capitán.
- Pues yo creo que, si Alicia quiere ser un pirata, pues
que lo sea – dije yo. Por la cuenta que me traía. Un paso en falso y caería
desde aquella tabla que habíamos colocado sobre la acera, hasta el asfalto
recalentado por el sol. Cierto que aquella caída no podría ser más de media
cuarta, en la vida real, pero a nuestros tiernos ojos de niños, seguían siendo
aguas infestadas de tiburones.
- Además ser princesa es un aburrimiento. ¿Todo el día
esperando que alguien me salve, o me rapte? Es una injusticia – afirmó ella.
- Pero es que Raúl… - comenzó a decir Diego.
- El pirata Drake – le corregí.
- Pues el pirata Drake ya estaba a punto de espicharla.
- Eso te lo crees tú, tenía una pistola escondida, que no
habíais visto – me quejé.
- ¡Pues yo un escudo! – gritó Manuel, que siempre tenía
algo más que el resto.
- ¿Cómo va a tener un pirata un escudo? – se quejó Miguelito.
- De rayos láser – aclaró Manuel.
Miguelito se llevó una mano a la frente y compuso un
gesto afligido. La verdad es que el pobre lo pasaba mal con aquellas mezclas de
género. Siempre fue un purista, incluso aquel verano infantil de hace tantos
años. Si jugábamos a vaqueros y a indios, no podía de pronto aparecer una nave
espacial, o un tanque. Si era a policías y ladrones, le fastidiaba
sobremanera que de repente Manuel afirmara que él tenía un robot gigante.
- ¡Manuel, Diego, a comer! – sonó, potente, a través de
la ventana del quinto, la voz de la madre de los hermanos. Salieron corriendo
instantáneamente, sin siquiera despedirse.
- Hala, no es justo – dijo Miguelito, que de repente
pasaba a estar en minoría. Nos abalanzamos sobre él, haciendo que cayera al
suelo, y mientras yo lo sujetaba contra la acera, osea, contra las carcomidas
tablas del Isabela, Alicia reclamaba el mando del barco y la victoria
definitiva del intrépido Drake, y el temido pirata Barbarroja.
Miguelito se levantó un poco enfadado. Como a todos los
niños, no le gustaba perder.
- Pues sigo creyendo que no puedes cambiar de princesa a
pirata porque sí.
- ¿Tú qué dices Raúl? – me preguntó Alicia, mirándome a
los ojos.
Y yo creo que fue allí que me enamoré del pirata
Barbarroja.
Me has hecho reir. Mucha suerte, compañero. Saludos desde https://fantasialg.blog
ResponderEliminarMuchas gracias, igualmente suerte.
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